En los últimos años, el planeta ha comenzado a hablar en el idioma del calor. Julio fue el mes más caluroso jamás registrado, y los científicos advierten que lo que antes se consideraba “extremo” hoy se está volviendo habitual. Las olas de calor no son simples molestias del verano: están alterando ecosistemas, aumentando los incendios forestales, afectando cosechas y poniendo en riesgo la salud de millones de personas.
Las ciudades se convierten en trampas de calor donde el asfalto y el cemento retienen temperaturas imposibles. En muchos lugares del mundo, el calor ya no solo incomoda: mata. Los cuerpos humanos, los cultivos y los ecosistemas no están diseñados para resistir un planeta en constante fiebre.
Y sin embargo, no se trata solo de sobrevivir al calor, sino de entender su mensaje. Cada grado que sube el termómetro es una advertencia. El aumento global de 1.5 °C, límite que parecía lejano hace una década, ahora está peligrosamente cerca. No es una cifra técnica: es la diferencia entre un mundo habitable y otro lleno de desastres encadenados.
Reducir emisiones, reverdecer las ciudades y cambiar nuestros hábitos energéticos ya no es una opción: es una cuestión de supervivencia. Porque el calor que sentimos hoy es apenas un reflejo del fuego que encenderemos mañana si no actuamos ahora.

